|
La tarde en que llegué a París, las nubes negras se abrieron y dejaron caer una llovizna ligera que regaba las plantas de los techos de los edificios neoclásicos.
La tarde en que llegué a París, a pesar de la llovizna, me aventuré a caminar por las calles donde seguramente anduvieron también mojándose Víctor Hugo, Duchamp, Buñuel, Cortázar y Hemingway: quería unirme a ese grupo selecto de artistas que habían hecho de París toda una fiesta.
La tarde en que llegué a París, los pájaros pasaban la lluvia protegidos por las ramas de los árboles en la Avenida de los Campos Elíseos. Luego me dirigí a la plaza de La Concordia donde recordé haber leído que allí rodaron por el filo de la guillotina las cabezas de Luis XVI y María Antonieta uniéndose en un beso caprichoso y macabro.
La tarde en que llegué a París, quería volar, ser pájaro o Ícaro, para conocer la ciudad desde arriba y posarme sobre el Obelisco de Luxor y observar el cielo de cerca.
La tarde en que llegué a París, la Catedral de Notre Dame era mi compañera, el universo. Atravesé el océano para verla, admirar la selva de sus piedras y purificarme en la montaña de sus torres. A sus pies el Sena y París temblando.
La tarde en que llegué a París, iba buscando el nuevo mundo porque mi casa es el mundo la ciudad que elijo.
La tarde en que llegué a París, quería ser otro.
|
|